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junio 20, 2002

Los Alpes del Izoard

Los mapas físicos no me gustaban, no había lugares, solo accidentes geográficos: ríos, montes, cordilleras, lagos, etc. No me los imaginaba con gente. Yo de mayor quería ser cartógrafo pero sólo para dibujar mapas políticos, de países, estados, regiones y sus capitales. Con sus carreteras y sus ferrocarriles para saber cual era la ruta más rápida, o por los lugares que se pasaban para llegar por ejemplo a Vaduz (capital de Linchestein). En los exámenes preguntaban mucho por esa capital. Luego en toda tu vida oyes ese pequeńo país alpino unas pocas veces: sellos, alguna novia del principito y el esquiador de turno en las olimpiadas blancas.

Yo me imaginaba por entonces que cruzaba Francia, y era una Francia de aldeas rurales como las de Asterix, con sus posadas, sus jabalíes y su vino. Ya llegando a la Provenza eran olores de lavanda los que se acercaban a mí y que en algún bote por casa había leído de su existencia.

En los Alpes el túnel de San Bernardo me impresionó tras leer en la enciclopedia que era el más grande del mundo, y una vez en Suiza era el paisaje heidiano el que me extasiaba. Heidi no era mi favorita, lo era su paisaje y la vida en la aldea. La tranquilidad, las cabras y el órgano del abuelo, el de la iglesia.

Los Alpes también están dentro de mi colección. Ańos más tarde los conocí con Marino Lejarreta y Perico Delgado, bueno ellos los soportaron y yo los contemplé desde la cuneta. Después de ańos de ir a Ondárroa (un pueblo vizcaino costero) para ver el Tour por la televisión francesa pude contemplar en directo lo jodido de subir esos puertos en pleno mes de julio. El Alpe d’Huez es comercial, no es mi favorito. Me quedo con el Izoard. A falta de unos ocho kilómetros para la cumbre no hay ya árboles, sólo roca y un paisaje pedrizo que se torna desolador. La Curva del Oso marca el calvario, un poco más adelante el puesto de la Cruz Roja está para darte una pomada porque el sol te ha abrasado los labios. Desde allí se desciende vertiginosamente hasta Briançon. La serpiente multicolor se convierte en una procesionaria roja y desorientada.

Correo electrónico

junio 19, 2002

Con
Florencia me pasó al revés. Era una palabra que no me llenaba, también
comercial. Se usaba mucho: los Medici, Savonarola, Miguel Angel, Leonardo
(comerciales) pero cuando descubrí, una vez que estuve allí que se escribía
Firenze, en seguida me agarró, y cuando subí a Fiesole, a su origen
etrusco (menos comercial que el Renacimiento) la adopté como favorita.


Allí
L’Unita –el periódico comunista celebraba una fiesta– recordé Noveccentto
cuando no conocía todavía a Robert de Niro. África de todos modos
era el continente que más se me resistía con las capitales, sobre todo las del
cuerno. Luego me cambiaron de nombre a algún país y Alto Volta pasó a
ser Burkina Faso, y aunque es bonito ya no forma parte de mi nińez sino
de mi juventud.

Es como cuando,
para tu desgracia, te empiezas a fijar en como están hechas las películas, los
travelling que tienen, lo bien que interpretan los actores y lo buen secundario
que es el mayordomo de Arthur el soltero de oro, abandonas definitivamente
la edad de la inocencia del celuloide. Antes sólo participabas de la historia
y te creías un capitán intrépido o un desgraciado Oliver Twist.

Sudamérica por el contrario me ha resultado más fácil de comprender. Y fascinarme,
lo que se dice fascinarme, la Patagonia. Brasil estaba siempre
en el candelabro: Pelé, la samba, Río de Janeiro, demasiado famosos.
Las imágenes ya entraban nítidas y reales en mi mente. En cambio la Patagonia
tenía, y tiene, el halo de lo desconocido, lo pionero, la eterna amplitud, las
navajas gauchas, las tabernas de Un lugar en el mundo, los ajustes de
cuentas y la soledad. A los Andes los cogí manía con Viven y su
tragedia. Ahora eso sí, el libro me dejó patidifuso. Todavía me acuerdo de la
postura en que estaba mientras lo devoraba, sentado en el sofá de mi casa después
de comer, antes de ir a clase, cuando Parrado se comió la flor, después
haber estado no se cuantos días dando cuenta de sus compańeros despiezados.

Los paisajes fríos, helados, con nieve (a lo Jack London) también están
en mi colección de palabras y de mitos. Por ejemplo otro de los personajes de
esa colección es César Cascabel, un saltimbanqui francés creado por Julio
Verne
que ante la imposibilidad de regresar desde Sacramento (ahí
me enteré que era la capital de Californía y no Los Angeles ni
San Francisco) vuelve a Francia con su carreta y su familia por
los estados de Oregón, Washington, Columbia Británica (ya en Canadá),
Alaska (todavía en poder ruso, luego se la venderían a los norteamericanos),
estrecho de Bering (esperaron a que se helase para cruzar saltando de
Aleutiana en Aleutiana), Siberia, y así hasta llegar a París.

Con Alaska me pasa lo de la Patagonia y el efecto Jack London: aventuras, perros
fieles, colmillos blancos, oro, camaradería, hambre... Ese era mi paisaje exótico
y no el del Pacífico Sur (también muy londoniano) con el hula hula, los
collares, las nativas y los huracanes. Sin embargo sí me quedo en la Taberna
del Irlandés
y el puro de Lee Marvin. Pero sigo con Alaska, con su
terrible río Yukón, las pepitas, Anchorage, y por qué no,
con Gregory Peck cazando focas en el Dueńo del Mundo y un gordo
esquimal lanzando todo el día onomatopeyas para darle gracia a la película.
También entonces Alaska era rusa. Luego a los yuppis nos llegaría Doctor
en Alaska
con su sensual aviadora y contestaríamos en las encuestas que
junto con los documentales de la 2 era el único programa de televisión que veíamos.


Correo electrónico



Prólogo (homenaje a Dar es Salaam)

Cuando la seńorita Conchi preguntó por la capital de Tanzania me sobrevino
una sonrisa de satisfacción. Sabía la respuesta, lo que pasa que no la tenía
que dar yo. Le tocaba a Rafa, el número dos de la clase. Lo sabía fijo. Rafa
titubeó y sus labios silbaron para pronunciar Dar es Salaam. Yo también
lo sabía. Siempre me había gustado la palabra Tanganika, me recordaba
a estar en canicas con las negras en el lago. Aquel en el que Stanley
se empeńaba en encontrar a Livingstone por todo el África negra.
I supose.


Zumba que zumbó polvo
de cańón. Los esclavos de Zanzibar sirviendo al visir de turno también
me ponían cachondo, sobre todo cuando leía las aventuras de Leila, la de
los pechos duritos que se clavaban en la túnica al salir de entre las olas índicas.
Ahora bien, cuando me enamoré de verdad fue con La Estrella del Sur . Un
tebeo que se desarrollaba junto a los diamantes de Kimberley, avestruces,
haciendas con la quietud selvática al fondo y una rubia apamplada que me traía
loco pensando que era mi mujer ideal. Ańos más tarde regresé de verdad a África
del Sur
para cubrir una visita real donde la reina se marcó unos pasos de
baile, creo que por la triste Soweto. Mucho más marchosa era la de Johana
Jimmy hop
de Eddy Grant en plena transición de Botha, De Clerk
y por fin Mandela.

Ahora bien, pensar
en Antananarivo, capital de Madagascar, era otra cosa. Me la imaginaba
musical y con una clase especial. Más mestiza. Es curioso como se imagina uno
las regiones, las ciudades, los países del mundo… con diez ańos de edad, y que
reales y desilusionantes son cuando ańos después saltan al CNN Plus pegando
tiros de Khalasnikov.


Yo de pequeńo coleccionaba
imágenes y palabras. Por diversas circunstancias me acompańaban no se sabe muy
bien por qué. Una era Perleto, así se llamaba un escalador italiano
del equipo (el Magniflex) de Marino Basso, sprinter. El nombre
de Perleto me embaucaba, y hasta alguna vez creo que el mencionado ciclista
ganó alguna etapa de montańa, por las Dolomitas no, por los Abruzzos.


Siempre me han
gustado los nombres propios, representan lugares o personas concretas. La imagen
le viene a uno con más personalidad, más nítida, más auténtica, que por ejemplo
si pronunciamos mesa. Hay tantas mesas. Pero sólo un Giusseppe Perleto,
y una Antananarivo, aunque la ciudad que tengas in mente no sea ni por
asomo la real, la malgache.


Dar es Salaam
es la representante de mis palabras favoritas. Fue de las primeras capitales
de África que me aprendí, allá con ocho ańos. Por entonces situaba Tanzania
perfectamente en el mapa político lleno de colorines, era marrón y Kenya
entre rojo y rosáceo. Kenya como país no me llamaba la atención, la veía demasiado
comercial, demasiado fácil de caer bien.


Tanzania era
más desconocida y su capital nunca salía ni en los documentales ni en las películas
de John Ford y Ava Gardner. En cambio Nairobi, sus land
rovers, el fiel criado bantú, “si bwuana”, los tambores masai y los mau
mau salían mucho en las películas del sábado por la tarde, antes de merendar
chocolate en onzas y dejar el suelo lleno de migas, los tambores resonaban en
la sabana. Por eso Dar es Salaam era mi favorita.


Etiopía
también estaba entre mis preferidas, era católica, y en mi pueblo había uno
al que le llamaban el Negus, como a Haile Selasei. Además estaban
sus fondistas por los que he sentido especial predilección. En mis tiempos de
los mitos deportivos arrasaba Yifter, su negra y brillante calva era
lo primero que veían los jueces de chaqueta granate que siempre estaban en las
competiciones y ahora están en los meetings y juegos de oro. Sin embargo una
vez en un documental de la Olimpiada de Roma vi como entre la noche de
la ciudad abierta un menudo cartero del Negus cruzaba descalzo el Arco de Triunfo
del Foro Itálico. Era Abebe Bikila. Lo adopté como mito mío, como
lo era Fuente en el Stellvio o en el Paso di Gavia (ańos
más tarde contemplé un domingo en casa de mi tía Nati como una tremenda
y heladora nevada convirtió al Paso di Gavia también en un lugar favorito para
mi, Johan Van der Velde (holandés, maillot ciciamino), pasó primero
por la cumbre, y abajo, en la meta perdió 45 minutos). Ese día los carruseles
deportivos desgastaron el famoso calificativo de la Bajada a los Infiernos
de Dante.


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